La niña se deja mecer en un sueño praguense, levita su mente
arropada con las palabras de Kundera; en su mano derecha se aferra al libro
abierto por su página preferida, en la izquierda se aferra a una mano imaginaria
que quizás en otro tiempo pudo acariciar (en su corazón ya no se aferra a nada.)
Ya es mayorcita para contar ovejas.
Tiene miedo del infinito del folio en blanco, de hablar sin
saber qué decir, del vaso vacío en la barra del bar, y una caja llena de
bombones que nunca llegó a su destino. Él tenía miedo de que pasase algo, ella de
que no pasase absolutamente nada. Recuerda la despedida y se le llena la boca
de odio. El odio tiene un sabor tan amargo, y a veces huele a whisky aguado en
la mesilla de noche. Ya es mayorcita para perdonar.
A la niña le gusta estar acompañada, y le encanta estar
sola. Ayer descubrió la belleza del sonido del silencio, y desde entonces no
puede dejar de gritar sin voz. Siente que puede escuchar su alma, asomarse al
balcón y hablar con ella, cantarle hasta rasgarse las cuerdas vocales como en
aquel concierto de Guns N’Roses, hasta que le pitan los oídos por el bombardeo
de su musculado corazón. El muy estúpido siempre acaba gritando más.
La niña tiene proyectos y necesita tiempo, tiempo para poder
perderlo y encontrarse de nuevo en el eterno intento de hallar respuestas, pero
a la niña le asusta no formular las preguntas adecuadas. Con un adiós como un
gancho en la mandíbula recuerda al niño que se fue y se llevó su cuento preferido. Él tenía miedo
de caer, ella de levantarse. Abre la
boca para protestar y se le derrama el odio por la almohada, y la botella de
whisky apesta a remordimiento, pero su alma le grita que continúe bailando. Ya
es mayorcita para ignorar sus propios consejos.
Él tenía miedo de la paleta de pintura que no podía
controlar,
ella de los hombre uniformados.
Él temía a la mujer de la mirada azabache,
la anciana que te obliga a cerrar los ojos para Siempre,
ella tenía miedo de que sus ojos no fuesen más negros que el
carbón.
Sería decepcionante que la Muerte tuviese los ojos esmeralda.
Él no puede evitar mirarla y ver cómo ella ya no le mira.
Él se fue, ella nunca estuvo.
Él volvió, ella ya era una mujer.
La niña despierta después de mucho tiempo dormitando
entre sábanas de lino y palabras jamás pronunciadas,
pero sabe que es tan sencillo arreglar lo no hecho,
pues lo no hecho simplemente se hace,
y ella ya está hecha toda una mujer.
Él volvió cuando la niña ya había crecido.
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