1 dic 2016

La niña crece.

La niña se deja mecer en un sueño praguense, levita su mente arropada con las palabras de Kundera; en su mano derecha se aferra al libro abierto por su página preferida, en la izquierda se aferra a una mano imaginaria que quizás en otro tiempo pudo acariciar (en su corazón ya no se aferra a nada.) Ya es mayorcita para contar ovejas.

Tiene miedo del infinito del folio en blanco, de hablar sin saber qué decir, del vaso vacío en la barra del bar, y una caja llena de bombones que nunca llegó a su destino. Él tenía miedo de que pasase algo, ella de que no pasase absolutamente nada. Recuerda la despedida y se le llena la boca de odio. El odio tiene un sabor tan amargo, y a veces huele a whisky aguado en la mesilla de noche. Ya es mayorcita para perdonar.

A la niña le gusta estar acompañada, y le encanta estar sola. Ayer descubrió la belleza del sonido del silencio, y desde entonces no puede dejar de gritar sin voz. Siente que puede escuchar su alma, asomarse al balcón y hablar con ella, cantarle hasta rasgarse las cuerdas vocales como en aquel concierto de Guns N’Roses, hasta que le pitan los oídos por el bombardeo de su musculado corazón. El muy estúpido siempre acaba gritando más.

La niña tiene proyectos y necesita tiempo, tiempo para poder perderlo y encontrarse de nuevo en el eterno intento de hallar respuestas, pero a la niña le asusta no formular las preguntas adecuadas. Con un adiós como un gancho en la mandíbula recuerda al niño que se fue y se llevó su cuento preferido. Él tenía miedo de caer, ella  de levantarse. Abre la boca para protestar y se le derrama el odio por la almohada, y la botella de whisky apesta a remordimiento, pero su alma le grita que continúe bailando. Ya es mayorcita para ignorar sus propios consejos.

Él tenía miedo de la paleta de pintura que no podía controlar,
ella de los hombre uniformados.
Él temía a la mujer de la mirada azabache,
la anciana que te obliga a cerrar los ojos para Siempre,
ella tenía miedo de que sus ojos no fuesen más negros que el carbón.
Sería decepcionante que la Muerte tuviese los ojos esmeralda.
Él no puede evitar mirarla y ver cómo ella ya no le mira.
Él se fue, ella nunca estuvo.
Él volvió, ella ya era una mujer.

La niña despierta después de mucho tiempo dormitando
entre sábanas de lino y palabras jamás pronunciadas,
pero sabe que es tan sencillo arreglar lo no hecho,
pues lo no hecho simplemente se hace,
y ella ya está hecha toda una mujer.

Él volvió cuando la niña ya había crecido.

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