Se
deshacen camas y se deshacen los sueños como si nunca hubiesen existido,
pero estos
latidos son tan reales.
Ella se
deshace en lágrimas y a mí se me hace un nudo en la garganta.
Cómo
desearía que esas gotas de rabia salada llevasen mi nombre.
Mataría
pero el único que muere soy yo,
y la conciencia duele tanto que parece que me
va a estallar el alma y va a manchar las paredes de recuerdos.
Que no
hay peor enemigo que la melancolía.
Pasamos
página pero no leemos el libro, llegan personas y salen sin acordarse de que a
veces duele. Y a veces sacian. Pero
cierra la ventana, que entra frío. Y cuando sacian tengo miedo de la futura
sequía. Pero abre el corazón, que quiero
tu calor. De las huellas que no se van.
Pero cierras la puerta y no se oye nada más. Por qué no se van. Nada excepto estos golpes en el pecho que
braman tu nombre y me ensordecen. Por qué a veces sacian.
Envejecemos
con cada palabra que no decimos, con cada verdad que ocultamos. Con la dignidad
que se dilata y el ego que alimentamos hasta el sobrepeso. Envejecemos con cada
lágrima que no lloramos y cada te quiero que no sentimos…Brindemos por
nosotros, ancianos que deambulamos y nos justificamos enseñando las cicatrices
de guerra.
Y quizá
es demasiado tarde para guardar el arma y sacar bandera blanca.
Quizá la
rabia de la sangre helada de los “no” nos ha cegado.
Quizá
no.
Contando
adicciones como el que cuenta estrellas. Cuentos de Cenicientas que odian
llevar zapatos de cristal. Somos los silencios de un pentagrama, en la densidad
de este eterno Réquiem que nos empeñamos en llamar vida. Me pregunto si se
puede llamar vida al tiempo que pasamos soñando. Al tiempo muerto de mirarse a
los ojos. Al tiempo resucitado de fusionarse en una aleación de pieles doradas.
Sudor. Palabras encerradas en susurros. Nombres atrapados en el aire. Vapor de
futuras dudas y puñaladas por la espalda. Pero nos gusta tanto el dolor. Nos gusta
tanto que quizá en eso consiste querer.
Quizá
no.