Quizá
no sea demasiado tarde para que sea demasiado tarde. Quizá las promesas rotas
se puedan coser de nuevo, con el dedal de la vergüenza, usando tus pestañas
bañadas en rímel como hilo. Pero no sé coser. No sé prometer. No sé saber.
Pero.
Nunca
se me dio demasiado bien olvidar. Nunca lo intenté. Te imaginaba desnuda,
bebiendo agua a morro sentada en mi cama, con el pelo revuelto y la piel de
gallina. Bebiendo y fumando y gritando mi nombre. Te imaginaba echando la
cabeza hacia atrás, arqueada como una C, suspirando como una S, rozando mi
almohada con el olor de tu champú y empapándola con el de tu perfume, para que
el insomnio me arropase con él cuando te fueras.
Te
imaginaba usando mi camisa después de fundirnos, imaginaba tus pupilas
dilatadas brillando buenos días plateados, mirando la luna y contando
estrellas escondidas entre la contaminación de Madrid. Imaginaba que no estaba
imaginando y la boca se me hacía agua, pero nunca estaba tu saliva para calmar
mi sed. No estaban tus llamadas para acelerarme el corazón, ni tus falsos
suspiros para hacer que me pitasen los oídos. No estaban tus peros, ni tus
noches, ni ninguna de tus sombras.
Ya no
cuento ovejas, ahora cuento noches sin dormir. Sueños por cumplir. Utopías. Imposibles
que se me escapan entre los dedos como la arena de la playa. Tus sonrisas que
se derriten como el hielo de mi copa. Ya no cuento ovejas, ahora cuento barras
de bar.
Pero
nunca se me dio demasiado bien querer. Nunca lo intenté. Dolía.
Decías
que tenía miedo.
Tenías
razón.
Pero
nunca se me dio demasiado bien reconocerlo. Nunca lo intenté. Pero nunca se me dio demasiado
bien coser.