24 sept 2013

Café, amargo.

Una vez prometí que nunca más volvería a prometer nada, y entonces sonríes y se me corta la respiración, se me corta tan fuerte que hace daño, y brota la sangre desde mi garganta y lo deja todo perdido; aunque ya estaba todo perdido cuando llegamos. Entonces sonríes y se me escapan las promesas como presos que huyen de una cárcel hecha de inseguridades. Pero entonces te marchas y las promesas regresan a casa, llorando.

Y entonces sonríes y ni siquiera sé qué coño he aprendido de mis heridas.

Y entonces caigo en la cuenta de que odio que sonrías y entonces sonríes aún más y simplemente caigo. En tus redes. En tus ojos que me piden que te bese hasta beberme tu alma y marcar mis dientes en tu piel. O quizá son imaginaciones mías.

Y entonces...Por favor, deja de sonreír así.

Terminamos el café mirándonos de reojo entre la espuma. Qué guapa estás. Quisiera ser sordo para no tener que soportar estos silencios incómodos, para poder imaginarme lo que dices, para cambiar un “Adiós” por un “Qué bien se está así, los dos”. Aún no sé por qué me has llamado.

Y qué putada eso de querer odiar a alguien y necesitarle cada vez más.

Hablamos de música, de libros, de las clases, de anécdotas con los amigos, de conciertos de Rock, de películas basadas en hechos reales. Pero yo quiero hablar de la forma en la que te desabrochabas la camisa y de la forma en la que caía al suelo, bailando por el aire, trazando una preciosa espiral llena de emociones contenidas que explotaban cuando al fin vencía la gravedad, bendita gravedad, y los dos mirábamos la prenda tendida con una pícara sonrisa escondida entre los labios, como si fuese la señal para empezar a explorarnos, para elevarnos has”Y bueno, hace poco conocí a alguien”.


Y aquí estamos, caminando como si de verdad fuésemos a alguna parte.