25 nov 2011

Gris en la ciudad.

El río de gente continuaba en su habitual y nervioso estado. No fluía, arrasaba. Peculiar cascada gris, ensordecedora. Robots ahogados por la rutina, las prisas y el humo. Inmunes a lo que ocurría a su alrededor, y completamente incapaces de pararse a valorar los pequeños hermosos regalos del día a día. Una sonrisa, un niño saltando en un charco, un color. Ciegos, sordos y mudos de sentimientos. No sabían si eran felices, porque ni siquiera se lo habían planteado, pero conocían perfectamente las comisiones de su hipoteca, o la cantidad de dinero que debían pagar por su última multa. Sabía que hoy le bajaría el sueldo a sus empleados debido a la disminución del número de ventas esa semana, pero se había olvidado del cumpleaños de su hijo. Sabían que comprarían una nueva televisión, pero no se acordaron del viaje a Grecia que habían prometido hacer cuando se enamoraron. Se acordó de leer la revista, revisar su correo y comprar algo en internet antes de salir de la oficina, pero ni se fijó en el sobre rojo y la flor que su compañero le había dejado entre los papeles. Sabía enviar sms, se le había olvidado leer aquel libro. Sabían tocar insistentemente el claxon del coche, pero no se acordaban de escuchar su canción favorita.

El río gris continuaba por la avenida con su acelerado ritmo siempre de la mano. Facciones de enfado, estrés y caras de pocos amigos. Así que fue agradable encontrar una excepción.

6 nov 2011

¿Quieres bailar?

Nos movemos inocentemente al ritmo de la música, mientras la distancia entre nuestras pestañas es cada vez menor.
Te pido un baile, me das una sonrisa, y te robo un beso.



2 nov 2011

Otra vez no.


El corazón amenazaba con salirse del pecho, protestando insistentemente a causa de la emoción, con una rapidez que jamás había sentido. Estaba tumbada, y mientras mi cuerpo parecía tranquilo, en mi mente nadaban caóticas olas de recuerdos, pensamientos, sueños e ilusiones. Apretaba con fuerza los puños, dejándome marcadas las uñas en la piel. Pero no sentía ni el más mínimo dolor, tal era mi exaltación.


Intentaba mantenerme serena, mas mi esfuerzo era en vano. Respiraba con dificultad y una estúpida sonrisa ocupaba la mayor parte de mi cara, amenazando con quedarse ahí para siempre. No volaban mariposas en mi estómago, sino decenas de gaviotas que planeaban entre ellas, aleteando velozmente, haciéndome sentir con mayor intensidad la adrenalina.

Yo trataba con desesperación de ahuyentar esos sentimientos, aparentemente hermosos, que se abalanzaban sobre el muro que tanto tiempo me había costado levantar. Y sabía que si él me volvía a sonreír otra vez de aquella forma, esa fría barrera caería. Pero mientras me quedara algo de sentido común, lucharía para detener esto. Porque la última vez que me había sentido así, mi corazón había acabado roto en mil pedazos, y no estaba dispuesta a volver a reunirlos. No me apetecía tener que curar de nuevo, a escondidas, mi orgullo. Crucé los dedos. Pero la estúpida sonrisa no había disminuido ni un centímetro.


Si no suena el teléfono soy yo que no marqué tu número,
no sé qué sabes tú, pero que me faltó el valor,
salir al encuentro y no encontrar salida, ¿qué triste, no?
Y volví de cuclillas al papel, a mi escondite,
y pese a lo frío de la situación dejé al aire el corazón y que tirite.
Y fue así, que aprendí a quererla sin necesitarla, aunque a veces sin querer la necesite.
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