Se abre
el telón. Ella ha dejado de bailar. No está cansada, está sola. Luces tenues de
velas consumiéndose dibujan sombras en su rostro, haciendo su mirada más
triste, marcando sus ojeras, desvelando el secreto de sus insomnios. La tarta
de cumpleaños es de fresa, sus labios rojo carmesí, sus sueños a medias, sus
medias rotas, sus inviernos demasiado fríos. Pasan los años y no pasa nada.
Sigo
observando su monólogo corporal como un imbécil, tratando de digerir las
sensaciones que provoca en los poros de mi piel, que parecen volcanes a punto
de erupcionar abrazos cada vez que ella me roza. Me trago el orgullo como un
imbécil cada vez que ella me roza.
El
teatro está vacío como su copa, como su corazón. Quisiera llenar ambos hasta
saciarla, hasta que grite de júbilo. Quisiera que mis manos fuesen culpables de
sus suspiros, que fuesen condenadas por asesinato en primer grado, matando sus
dudas y su soledad; pero el único grado al que se acercaron mis manos fue al
del alcohol de la barra de bar, matando el tiempo.
Ella
reanuda su vals, y mis recuerdos se anudan como yo hacía con sus muñecas a mi
cabecero. Ella se mueve frenética, y mis sábanas echan de menos aquel aroma a frenesí.
Ella me mira con estrellas humedecidas en los ojos, con un secreto entre las
piernas y una montaña rusa en el pecho, y yo cierro el telón mordiéndome los
labios como un imbécil.
Quisiera
abrir el telón y bailar con ella antes de que la música cese.
Arde el
telón.