Se abre
el telón. En el escenario yacen envoltorios de caramelos, cigarrillos a medio
consumir, mentiras piadosas, mentiras sin más; platos rotos, sábanas arrugadas y
un pañuelo humedecido en lágrimas saladas, en suspiros de noches quemadas,
tatuadas sobre su piel tus iniciales. Doradas. Vuelan dientes de león
acariciando el denso aire, lamiendo el perfume que dejaste al marcharte. Se
deslizan entre las líneas de un libro inacabado, que espera melancólico mientras
el tiempo le viste de polvo. Y quizás el polvo oculte tus iniciales.
El
telón permanece inmóvil, como mi corazón mientras observo cómo bailas. Te
balanceas sobre tus estúpidos complejos, riéndote de ellos. Y tus carcajadas se
convierten en una droga a la cual me esposo y me abrazo temblando, indefenso,
temblando, como tus piernas abiertas a la lujuria. Sonrío, temblando. Contemplo
tus movimientos suaves como la lycra de tus medias rotas, agrietadas como tu
corazón. Bailas tan fuerte que rompes el aire y mis esquemas, mis esquemas se quiebran
en mil pedazos.
Y yo,
aquí, tan tuyo y tan mío, tan exasperantemente hipnotizado, admiro cada poro de tu piel como cuadros de
Dalí, mientras mis ojos saborean tu actuación. Y tú, allí, tan tuya y tan de
nadie, tan desesperantemente indiferente, trazas tu propia tragicomedia de la
cual eres protagonista abligada, tu propio títere, tu propia cárcel. Madrid. Me
sonríes y en tu rostro se dibuja una luna llena de melancolía, experiencia,
mentiras piadosas, mentiras sin más; envoltorios de caramelos. Y siento el
incontrolable deseo de eclipsar tu luna con mis labios, de morderte las
mentiras y hacerte feliz, por fin. De abrazarte como la escarcha abraza las
rosas al amanecer. Se cierra el telón.
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