2 nov 2011

Otra vez no.


El corazón amenazaba con salirse del pecho, protestando insistentemente a causa de la emoción, con una rapidez que jamás había sentido. Estaba tumbada, y mientras mi cuerpo parecía tranquilo, en mi mente nadaban caóticas olas de recuerdos, pensamientos, sueños e ilusiones. Apretaba con fuerza los puños, dejándome marcadas las uñas en la piel. Pero no sentía ni el más mínimo dolor, tal era mi exaltación.


Intentaba mantenerme serena, mas mi esfuerzo era en vano. Respiraba con dificultad y una estúpida sonrisa ocupaba la mayor parte de mi cara, amenazando con quedarse ahí para siempre. No volaban mariposas en mi estómago, sino decenas de gaviotas que planeaban entre ellas, aleteando velozmente, haciéndome sentir con mayor intensidad la adrenalina.

Yo trataba con desesperación de ahuyentar esos sentimientos, aparentemente hermosos, que se abalanzaban sobre el muro que tanto tiempo me había costado levantar. Y sabía que si él me volvía a sonreír otra vez de aquella forma, esa fría barrera caería. Pero mientras me quedara algo de sentido común, lucharía para detener esto. Porque la última vez que me había sentido así, mi corazón había acabado roto en mil pedazos, y no estaba dispuesta a volver a reunirlos. No me apetecía tener que curar de nuevo, a escondidas, mi orgullo. Crucé los dedos. Pero la estúpida sonrisa no había disminuido ni un centímetro.


Si no suena el teléfono soy yo que no marqué tu número,
no sé qué sabes tú, pero que me faltó el valor,
salir al encuentro y no encontrar salida, ¿qué triste, no?
Y volví de cuclillas al papel, a mi escondite,
y pese a lo frío de la situación dejé al aire el corazón y que tirite.
Y fue así, que aprendí a quererla sin necesitarla, aunque a veces sin querer la necesite.
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